30 septiembre 2008

La memoria del color.

Edimburgo se va oscureciendo cada vez más con la llegada del otoño. Pasan los días y el viento va arrancando las hojas de los árboles, desgarrándolas con violencia, desvelando tétricos y retorcidos esqueletos de madera. El agua de la lluvia resbala por los cristales, por las paredes y los rostros desteñidos de los viandantes. En ocasiones, un rayo de sol se cuela desapercibido a través de la estricta guardia de nubes, y el gris oscuro se vuelve verde, el marrón naranja y el cielo azul. Entonces alguna sonrisa se escapa de un pensamiento, de una memoria familiar en la que se reconoce algo inexacto que, en algún tiempo antes de este, fue vivido o soñado. Los paraguas son escudos y los anoraks armaduras. En el suelo los charcos filman el transcurrir de los días que reflejan. Los autómatas discurren por las calles y se amontonan en las paradas de guagua, donde éstas los escupen y los engullen.

Mientras trabajaba de noche en la clínica, una mujer llamó para decir que su perro había sufrido un ataque epiléptico la noche anterior. Ella hablaba con el ritmo del otoño, como quien se ha tomado más de un valium, y decía que su perro había cambiado de color.


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