24 abril 2012

Del Mar una Perla

Me pongo contento cada vez que lloro si estoy triste,
Porque así sé que alguna vez sentí algo.
Cierro los ojos, y cuando los abro deseo haberme quedado ciego
Para no dejar mis sueños escapar por ninguna ventana que dé al exterior.

En mi cabeza persigo las lagrimas que ruedan por mi cara triste.
Tristes mis sueños líquidos de hombre amargo.
Salada es mi andadura en la orilla del destierro
Si cada vez que salgo a navegar mi barca se hunde en el mar ulterior.

Siempre me hizo feliz la perla del mar que un día me diste,
Traída del mar profundo al que imagino sin ella ultrajado.
Pero no por la humillación cruel del expolio que supone, sino por el esmero,
La sutileza del robo de un destello a un océano brillador.

Ahora aún me hace feliz esa perla en mi ojo triste,
Renovada en el mineral sacado de lo más profundo de mi ahogo desdichado,
Excavado en las entrañas de mis entrañas de marinero
Que siempre reprimen cada anhelo de asomarse al exterior.

Me pongo contento cada vez que lloro porque te fuiste,
Y no siento más que la satisfacción de un ser amado
Que piensa que todo lo perdido fue algo bueno
Que nunca volverá a abrir los ojos para mirar alrededor.

Mis ojos cerrados derramando mis entrañas viles
Me sosiegan con la calma del ahorcado.
Me niegas, niegas mis sueños, pero me niegas como Pedro
Y aunque no te arrepientas yo seré siempre tu redentor.

Mantendré mis ojos así, cerrados, hasta que me marchite.
No veré nada que no quiera ver y seré feliz sin ti a mi lado.
Lloraré la alegría de saberte lejos,
Safe Creative #1204241527060Aunque sea el mar quien finalmente me haya robado tu esplendor.

17 abril 2012

Musca

6 - 1 - 2011

Del tamaño de un grano de trigo. Así de diminuta era
Musca, el hada de las flores. Negros eran sus ojos y sus
cabellos, y transparentes sus alas, que un dichoso día
otoñal la habían llevado hasta aquella isla de quietud y
descanso.

Desde la primera vez que se posó en el jardín de aquellos
humanos, vivía el hada en paz, sin preocupaciones. Su
amor por las flores no dejaba espacio para nada más en su
corazón. Así, Musca se confortaba en la templanza de las
delicadas orquídeas o volaba invisible y libre desde los
carnavalescos crisantemos hasta las presumidas
magnolias. Otras veces, los lirios la invitaban a escurrirse
por los toboganes de sus pétalos. De este modo, regalando
besos con sus pies ligeros a las flores, transcurrían para
ella los días bajo el sol en su paraíso de olvido, en aquella
amnésica fiesta de disfraces. Aquel jardín era sin duda una
isla en el tiempo. Pero estaba el rosal.

En una esquina, lúgubres se erguían los tallos espinosos
de aquel rosal sin flores. Musca no se percató de su
presencia la primera vez que aterrizó en el jardín.
Extasiada como había estado al descubrir la psicodelia
fragante de aquel reducto paradisíaco, le había resultado
fácil obviar la tétrica figura del arbusto decapitado. Sólo
cuando la noche apagó los colores del mundo y atenuó el
efecto embriagador que le producía el jardín, la pequeña
hada vislumbró la silueta del rosal. Las cabezas de las
rosas habían sido sesgadas y las espinas de los tallos se
aparecían como monstruosas garras o dientes dispuestos
para el dolor. Aquella imagen sobrecogió a Musca, que
desde entonces recelaba de la planta. Y muchas noches
las pasaba el hadita contándole sus miedos a los jazmines,
que con su aroma trataban de calmarla. Largo brillaban
para Musca las estrellas esas noches si la luna no
asomaba.

Ahora bien, ocurrió un día que de uno de los tallos del
arbusto de espinas surgió un botón. Las demás flores del
jardín parecían ajenas al acontecimiento, pero para Musca
el suceso era algo inverosímil y nuevo, algo extrañamente
milagroso y confuso. Durante varios días observó el hada
cómo aquel intruso que se había colado en su fiesta se
convertía en una flagrante rosa azul que, acariciada por
moldeadoras brisas australes, inclinaba su cabeza
ligeramente hacia el norte. Las formas sinuosas de la rosa
atrapaban los ojos del hada; su odorífera canción la sumía
en un profundo ensueño intemporal; y sus movimientos
acompasados con el aire la elevaban sin que tuviera que
batir las alas. Entonces, Musca sintió el deseo de
acercarse a la nueva flor. Comenzó a volar hacia ella, pero
la imagen del tallo cubierto de púas la paralizó y tuvo que
volver atrás, temblorosa, para caer medio desvanecida
sobre una amapola. Las garras del monstruo habían
revivido en su interior. La aprensión que había enraizado
en su pecho en las largas noches sin luna, la que los
jazmines conocían, no se había marchado. ¡Y era grande y
terrible el miedo!

Así pues, los días siguieron pasando en el jardín y una
inexplicable querencia por la rosa se entretejió con el
miedo en el pecho del hadita. Con disimulo si el sol brillaba,
Musca y la rosa charlaban distendidamente, y si la noche
les proveía de intimidad, con sigilo los dos susurraban en
cómplices conversaciones. Hablaban del cielo nocturno
reflejado en las gotas de rocío, del sol y sus
manipulaciones del color o de la música del grillo... La risa
de la pequeña hada poblaba el silencio. Pronto, Musca
encontró un trozo de su corazón para ofrecer a la nueva
flor. Porque ella era un hada de las flores y en su corazón
el amor era para ellas. Del mismo modo la rosa azul
empezó a querer al hada; su color se fue tornando
incesantemente más y más rojo desde el cáliz a la punta de
los pétalos, hasta que por fin toda ella se cubrió de amor
sanguíneo. La risa de Musca era el único riego que
necesitaba el rosal. De ella se alimentaba y por ella vivía la
flor.

Pero llegó una tarde después de muchas otras, en que
Musca se sentó a meditar sobre una sosegadora gardenia
frente a su rosa roja. Su corazón le gritaba que volara a
posarse sobre la rosa enamorada, que la colmase con el
beso del peso de su cuerpo. Mas el temor al tallo dentado
la acongojaba. Se preguntaba por qué no podía volar hasta
la flor sobre el tallo, por qué no podía olvidar la angustia si
las espinas no podían alcanzarla... Entonces, mientras el
hada se hallaba hundida en sus pensamientos, un cachorro
humano que se había adentrado a hurtadillas en el jardín la
asió entre sus dedos sin que ella nada pudiera hacer. La
presión de los dedos del gigante la hería. Por momentos
estuvo a punto de perder la consciencia e incluso sintió
escapársele un suspiro de vida. Musca estaba aterrada,
pero lo peor no había llegado aún. Mientras el hadita
pataleaba indefensa tratando de liberarse en vano, la
criatura-niño, impía, le arrancó las alas para luego soltarla
sobre el suelo de tierra. Azuzada por el pánico y el dolor,
Musca corrió hacia los tallos de las flores cercanas.
Intentaba trepar por ellos, pero las fuerzas le fallaban, los
tallos eran lisos y resbalaba al intentar aferrarse. Además,
el pequeño humano la empujaba burlesco con su inmenso
dedo, aturdiéndola y desorientándola cada vez más. Así,
con todo casi perdido, a través de las lágrimas que
inundaban sus ojos negros, el hadita distinguió el rosal,
coronado en uno de los mástiles por su rosa. Entonces,
haciendo uso de las pocas fuerzas que le quedaban,
Musca corrió a refugiarse en la base del arbusto. Corrió
hasta llegar al tronco, hasta quedar sin aliento. Cuando el
niño-monstruo trató de cortarle nuevamente el paso
moviendo la mano con rapidez, los dientes del rosal, que
parecieran padecer el hambre de mil milenios, desgarraron
con sañosa ira su mano y le hicieron huir entre alaridos.
Exhausta como estaba, Musca descansó unos minutos al
pie del rosal. Luego, usando las espinas a modo de asidero
trepó hasta la flor, donde se arrastró hasta el centro de la
corola para yacer dormida.

Como para vestirse de luto, las estrellas vinieron huérfanas
de luna aquella noche. En la oscura madrugada la rosa
destellaba cubierta por miles de minúsculas gotas que el
sereno había formado. Y en las frías horas que preceden al
alba, Musca despertó y habló con estas palabras a la rosa:
‘Mi amor es mi miedo y mi miedo me ha salvado... ahora
ya nada temo. Mi vida es mi amor y con mi amor me voy
feliz’. Después sus ojos se cerraron y una sonrisa se
congeló en su cara. Esa fue la ultima vez que la rosa fue
regada, ese fue el beso de despedida. Al levantarse el sol,
las demás flores vieron que la rosa, de color negro de
cuervo, se había cerrado prieta, como si guardase un
tesoro muy preciado en su interior, y poco después, al
llegar el mediodía, la vieron deshacerse en cenizas que el
viento del sur esparciría más allá del jardín, hacia el norte.
Nunca más brotó una flor de aquel rosal otra vez.

Para Yasmina.


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