09 febrero 2020

Filosofía

Marzo, 2018



         Mi mirada perdida escapa a través de la angosta ventana del comedor. La vista no es muy evocadora: un muro blanco, dos tuberías, el techo de uralita del garaje, la reja y un trozo azul de cielo intruso en una esquina. Con los dedos quito el polvo del ordenador y soplo con fuerza para expeler las motas atrincheradas entre las teclas. El cursor parpadea desafiante sobre el documento en blanco. -¡Nada!-, me reprocha intermitente. Mi mundo interior lleva tiempo anquilosado, pero no me rindo. Me levanto y me enciendo un cigarrillo que dé rienda suelta a la mente.

         De vuelta ante el teclado, con el humo aún flotando, las ideas comienzan a agolparse en mi cabeza. Tantas que se desbordan y fluyen por todo el cuerpo. Imágenes, sonidos y olores se convierten en sensaciones, en sentimientos... El cursor ya no me afrenta; con cada parpadeo me sugiere una letra. Al mismo tiempo, el estomago sugiere a la boca palabras dulces y sed de poesía. Siento el desperezo de la psique, la creatividad despertando. Leo entre lineas de pensamiento y me doy cuenta del salto entre los párrafos de mi vida; me asgo a mi yo más inmarcesible y escribo.