Marzo, 2018
Mi
mirada perdida escapa a través de la angosta ventana del comedor. La
vista no es muy evocadora: un muro blanco, dos tuberías, el techo de
uralita del garaje, la reja y un trozo azul de cielo intruso en una
esquina. Con los dedos quito el polvo del ordenador y soplo con
fuerza para expeler las motas atrincheradas entre las teclas. El
cursor parpadea desafiante sobre el documento en blanco. -¡Nada!-,
me reprocha intermitente. Mi mundo interior lleva tiempo anquilosado,
pero no me rindo. Me levanto y me enciendo un cigarrillo que dé
rienda suelta a la mente.
De
vuelta ante el teclado, con el humo aún flotando, las ideas
comienzan a agolparse en mi cabeza. Tantas que se desbordan y fluyen
por todo el cuerpo. Imágenes, sonidos y olores se convierten en
sensaciones, en sentimientos... El cursor ya no me afrenta; con cada
parpadeo me sugiere una letra. Al mismo tiempo, el estomago sugiere a
la boca palabras dulces y sed de poesía. Siento el desperezo de la
psique, la creatividad despertando. Leo entre lineas de pensamiento y
me doy cuenta del salto entre los párrafos de mi vida; me asgo a mi
yo más inmarcesible y escribo.