07 abril 2015

El niño que era malo con las moscas.


By José Luis Trujillo González
Ilustración de José Luis Trujillo González
     

    Los árboles del patio eran enormes, con gruesos troncos que a veces se retorcían como si un gigante hubiera intentado sacarles el jugo. Las primeras ramas que salían de los troncos también eran muy gruesas, pero continuaban ramificándose más y más hasta hacerse finas en las alturas, donde acariciaban el cielo o se enganchaban con las nubes. Con forma ovalada y acabadas en punta, las hojas, que se apretaban mucho entre ellas, eran de color verde claro si eran nuevas, o verde oscuro si más viejas. Muchos niños las usaban para hacer barquitos y jugar en los charcos los días de lluvia.

     Al pequeño Milo le gustaba hacer barquitos, pero el patio y sus árboles ofrecían divertimentos mucho mejores que ese. Cuando los pequeños frutos caían de las copas aún sin madurar, se podían usar como munición para los tirachinas. Si algún maestro te pillaba con uno, con suerte podías llevarte un buen tirón de orejas, un cogotazo o un coscorrón. Que lo confiscaran tampoco era tan tremendo... siempre se podía hacer uno nuevo. Lo malo era cuando se lo decían a los padres. Sin embargo, durante mucho tiempo, el juego que más entusiasmó a Milo lo proporcionaban los frutos maduros y nada tenía que ver con los tirachinas.

     Cuando se tornaban negros y blandos, los frutos se precipitaban desde lo alto espachurrándose y manchándolo todo al reventar. En pocos días el suelo quedaba cubierto de frutos suicidados y las moscas se arremolinaban para hacer un festín de sus tripas. Era entonces cuando el juego de Milo quedaba dispuesto. La veda estaba abierta y cada día era una cacería. Al sonar la campana del recreo, el niño corría con fruición hasta el reguero de bayas rotas y el zumbar de los ingenuos insectos, que a decenas caerían presa de la macabra inocencia del pequeño.

     Las técnicas de captura, tortura y ejecución de Milo eran muy variadas. Las moscas más afortunadas sucumbían aplastadas de una palmada, de manera instantánea y fulminante; a otras las atrapaba con su mano ahuecada: aproximándose desde un lado, con un movimiento rápido y certero que las cazaba en el despegue, cerraba la trampa de su puño en torno a ellas sin causarles daño, luego las sacudía para atontarlas y las lanzaba con fuerza contra una superficie dura. Pero de esta manera no todas morían, y Milo sabía medir bien la fuerza del lanzamiento según su afán de crueldad. Así pues, los bichitos que seguían vivos tras el primer lance con el cazador, experimentaban tormentos aún mayores. A veces les arrancaba una o varias patas, otras veces una o las dos alas. Uno de los juegos más emocionantes para Milo, consistía en ofrecer a un hormiguero una mosca mutilada en sacrificio. ¡Qué espectáculo! ¡Qué circo romano! No importaba que siempre ganaran las hormigas. Cada sacrificio era una tragicomedia diferente. Sin embargo, la manera más sofisticada y divertida de matar moscas era la guillotina. Para ello sólo se necesitaba comprar una cajita de pastillas de regaliz en la farmacia. Eran cajitas redondas cuya tapa se deslizaba hacia atrás y hacia delante, abriendo o cerrando el agujero por donde salían las sabrosas golosinas. Comerse todas las pastillas era parte fundamental e indispensable de aquel disfrute maquiavélico. ¡Oh, morbosa gloria! Una vez la herramienta estaba lista, solo quedaba cazar y hacer crujir las pequeñas cabecitas con la tapa del improvisado ataúd, primero lleno de regaliz y más tarde de cadáveres de mosca.

     De esta manera, solo o con amigos, Milo pasó muchos recreos siendo malo con las moscas. Le producía un extraño placer que sabía malsano, pero que, tal vez por eso, le disparaba la adrenalina. Cada fechoría perpetrada desataba en su ser un escalofrío efervescente; abría un resquicio de su mente por el que el alma se colaba para plantearle un interrogante: la disyuntiva del Cielo y El Infierno; la dicotomía del bien y el mal.

     Ahora bien, el día tuvo que llegar en que Milo finalmente dejaría de maltratar a las moscas. Y llegó sin avisar, como llegan todos los días, y fue un día cualquiera, pero no como cualquier día. Como tantos recreos, el niño se hallaba bajo los árboles del patio embebido en sus pequeños crímenes, finiquitando dípteros con su guillotina cual revolucionario francés; distraído. De repente, un saludo emboscado le sorprende: -¡hola!-. Milo se alza y se gira en un destartalado movimiento, escondiendo el mortal artefacto con las manos a la espalda. El corazón le ametralla la garganta y sus ojos miran incrédulos lo que ven. ¡Una niña! La niña tiene grandes ojos con forma de almendra, marrones, y encierran en sí la luz de muchas vidas, pero esto Milo no lo sabe. Su nariz es respingona, su pelo castaño y una sonrisa ocupa toda su cara. No es que la niña tenga una boca grande, sino que sonríe con toda su cara: con los ojos, las cejas, la nariz, la boca, las mejillas... e irradia una entrañable travesura. -¡Hola!- replica un azorado Milo. En seguida, la niña responde y da así comienzo una conversación entre ambos:

-Eso ya lo he dicho yo -sonríe ella-. ¿Qué hacías?

-¡Nada! Sólo estaba jugando... ¿Qué haces tú aquí? Este es un colegio para niños. Las niñas no pueden entrar.

-Pues yo soy una niña y estoy dentro -continúa sonriente-. ¿Qué tienes ahí detrás?

-Nada... es una cajita de regalices. No es nada...

-¡¿Me das uno?!

-No... no me quedan. Está vacía -miente él.

-¿Cómo te llamas?

-Milo. ¿Y tú?

-Acinom.

-¡Qué nombre tan raro! -se extraña Milo. Acinom no deja nunca de sonreír y eso le incomoda y le cautiva al mismo tiempo.

-Pues ha sido mi nombre desde siempre. Nunca he tenido otro. Pero si quieres me puedes llamar Acinom -dice para confundirle aún más.

-Bueno... ¿Y qué haces aquí? ¿Cómo has entrado?

-Entré volando. Soy un hada y he venido para conocerte. Tengo algo para ti.

-¡¿Qué?! ¡¿Un hada?! No me lo creo -ríe Milo. Pero la curiosidad le puede-. ¿Qué es lo que tienes para mí?

     Acinom se aproxima despacio hacia él, aproxima su cara a la del niño y le da un beso en la mejilla. -Esto. Es un don -le dice. Ante tal ocurrencia, Milo no puede evitar ponerse nervioso y ruborizarse. Rápidamente mira a su alrededor para ver si alguien se ha percatado de lo sucedido, pero el que se percata de algo es él: en el patio no queda ni un alma. La campana ya debe haber sonado y todos los demás niños ya han vuelto a clase. Esto pone a Milo aún más nervioso, que nuevamente se vuelve para fijar su mirada en... -¿Acinom? -susurra. Ella no está allí. Se ha esfumado. Se ha ido sin dejar rastro. Sólo una mosca zumbando en el aire le acompaña ahora, pero en un momento ésta también vuela lejos hasta desaparecer. No hay lugar donde Acinom pueda haberse escondido. Literalmente se ha desvanecido. Abrumado por la situación, el chiquillo echa a correr despavorido hacia las aulas, donde casi con total seguridad le aguarda una buena regañina. Sin embargo, mientras corre, el desasosiego deja poco a poco paso a la alegría en su corazón: “un hada”, piensa. “Acinom”, repite para sí.

     Aquella mañana fue la última vez en que Milo maltrató a una mosca. Muchas veces aquel día y muchos días después de aquel, aún siendo niño, Milo contaría su encuentro con Acinom a muchos de sus amigos, pero ninguno le creería del todo. Y el tiempo pasó entre historia e historia, y Milo pasó de niño a adolescente. Entonces, sólo se atrevió a hablar de su hada a algunos amigos si acaso la ocasión le daba pie. Pocos creerían su relato y los que lo hicieron, lo creyeron sólo a medias. De este modo, entre contadas ocasiones, el adolescente se convirtió en adulto... Entonces una vez, tomando copas con su mejor amigo, Milo le confesó que siendo niño, en el colegio, había conocido a un hada llamada Acinom. Su amigo le miró con cara extrañada y sonrío; luego brindaron por “el hada Acinom” y siguieron tomando copas. Y poco a poco, entre copa y copa, Milo se hizo hombre. En aquel tiempo, sus propias dudas acerca de aquella historia infantil suya se habían acrecentado mucho: tal vez se lo había imaginado todo; seguramente le hubiera dado una insolación, o algún golpe repentino en la cabeza le había jugado una mala pasada; ¿a qué don se refería el hada? Él nunca había tenido ningún don. De esta manera, la historia de Acinom se fue difuminando en su recuerdo, cada vez más y más borrosa, e incluso el nombre del hada llegó a trastocarse en su memoria: “¿Omnaci?

     Así, la vida se abría camino a través del tiempo sin grandes sobresaltos, dejando su surco de existencia en él como el barco en la mar calma. Milo no era ni ángel ni demonio, ni rico ni pobre, ni amante ni amado... Sin embargo, cada año que cumplía era un año vivido con la mayor intensidad posible y con la más noble voluntad. Por eso, Milo era un hombre contento consigo mismo. Pero otro día cualquiera, su vida habría de volver a cambiar: viajando en el metro hacia el centro, una chica. Milo viaja de pie, distraído con el vuelo de una mosca que va a posarse en la ventana del vagón. Delante de él, a menos de medio metro, una mujer le da la espalda mientras habla por teléfono. Reflejada en el cristal la cara de la joven puede verse con nitidez. Al principio Milo no se fija, pero pronto clava la mirada en su sonrisa. Ella sonríe con toda la cara: con los ojos, las cejas, la nariz, la boca, las mejillas... e irradia una entrañable travesura. La chica tiene grandes ojos marrones con forma de almendra, su nariz es respingona, su pelo castaño... De repente un nombre emboscado golpea violento a Milo y se escupe por su boca en un interrogante -¡¿Acinom?!- La joven, que ha colgado justo en ese momento, se da la vuelta para mirarle y con cara confusa responde -¡¿Qué?!- De esta manera comienza la primera de cientos de conversaciones entre ellos:

-Te llamas Acinom, ¡¿verdad?!

-No. Me llamo Mónica -dice ella sin dejar de sonreír.

-¡Perdona! Creí que te conocía. Me recuerdas a alguien que...

-¿Y tú, cómo te llamas? -le interrumpe.

-Milo...

-¡Aha! ¿Y a quién dices que te recuerdo...?

     Sin explicarse muy bien cómo ni por qué, Milo se escucha a sí mismo contándole a Mónica la historia del patio del colegio. En un instante sus recuerdos se han vuelto tan claros que parece vivirlos mientras los cuenta. Sus dudas se han disipado. Aquello sucedió, no importa cuán rocambolesco pueda sonar... La sonrisa de Mónica no hace más que añadir detalles a la historia. Ella le atiende con todos los sentidos y al terminar él de contar su relato, le pregunta -¿y sabes ya cuál es ese don que te concedió Acinom? Él se encoje de hombros y niega con la cabeza mientras le devuelve la sonrisa -tal vez tú puedas ayudarme a descubrirlo. De súbito, Mónica estalla en una carcajada de la que él no puede escapar. La gente alrededor les mira. Ellos ríen.

     Pronto pasaron los años, y entre muchas risas y alguna lágrima, Mónica y Milo seguían conociéndose cada día un poco más. Se conocían por dentro, se conocían por fuera, se conocían a sí mismos al conocerse el uno al otro... y cuanto más se conocían más querían conocerse. Así pues, los surcos que trazaban con su vida a través del tiempo se entrelazaron en una irreprimible voluntad, y un tibio verano acaeció que el vientre de Mónica concibió una criatura. Luego, tras nueve meses acurrucada en su interior transformándose en niña, una primavera, la criatura emergió al mundo vaciando el vientre de su madre e inundando su corazón de éxtasis. Y a la niña la llamaron Ico.
    
    Ico echó dientes, se irguió y comenzó a caminar y luego a hablar. Ico fue a la guardería y luego a la escuela y comenzó a mudar los dientes. Y viviendo, Ico llenaba de gozo las almas de sus padres... Una noche, cuando Mónica ya se había metido en la cama, Milo entró en la habitación de la niña para arroparla. Ésta, que aún no se había dormido, le pidió -papá, cuéntame un cuento. El padre estiró el brazo y agarró un librito muy fino de una repisa. Ico, al ver el cuento en sus manos, le dijo -ese no, papá. Otro. Entonces, Milo volvió a dejar el librito en la repisa y lo cambió por otro. -No papá, ese tampoco. Esos cuentos ya me los sé. Cuéntame un cuento nuevo -habló la pequeña. Durante unos segundos Milo trató de pensar en un cuento que ella no conociera, y en seguida se le ocurrió -¡Está bien! Te voy a contar el cuento de “El niño que era malo con las moscas”. Cuando el padre termina de contarle el cuento, la niña está ya casi dormida, pero antes de caer rendida todavía le queda un hálito para susurrar -papá... ¿Qué don te concedió Acinom? Sus ojos ya se han cerrado y su respiración es queda. Milo se aproxima despacio hacia ella, aproxima su cara a la de la pequeña y le da un beso en la mejilla. Luego, se levanta silencioso y apaga la luz antes de dirigirse a su alcoba. Allí se tiende junto a Mónica, que sonríe.




                                      Para Mónica: sueño e inspiración.


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