Ilustración de José Luis Trujillo González |
Los árboles del patio eran enormes, con gruesos troncos que a veces se retorcían como si un gigante hubiera intentado sacarles el jugo. Las primeras ramas que salían de los troncos también eran muy gruesas, pero continuaban ramificándose más y más hasta hacerse finas en las alturas, donde acariciaban el cielo o se enganchaban con las nubes. Con forma ovalada y acabadas en punta, las hojas, que se apretaban mucho entre ellas, eran de color verde claro si eran nuevas, o verde oscuro si más viejas. Muchos niños las usaban para hacer barquitos y jugar en los charcos los días de lluvia.
Al
pequeño Milo le gustaba hacer barquitos, pero el patio y sus árboles
ofrecían divertimentos mucho mejores que ese. Cuando los pequeños
frutos caían de las copas aún sin madurar, se podían usar como
munición para los tirachinas. Si algún maestro te pillaba con uno,
con suerte podías llevarte un buen tirón de orejas, un cogotazo o
un coscorrón. Que lo confiscaran tampoco era tan tremendo... siempre
se podía hacer uno nuevo. Lo malo era cuando se lo decían a los
padres. Sin embargo, durante mucho tiempo, el juego que más
entusiasmó a Milo lo proporcionaban los frutos maduros y nada tenía
que ver con los tirachinas.
Cuando
se tornaban negros y blandos, los frutos se precipitaban desde lo
alto espachurrándose y manchándolo todo al reventar. En pocos días
el suelo quedaba cubierto de frutos suicidados y las moscas se
arremolinaban para hacer un festín de sus tripas. Era entonces
cuando el juego de Milo quedaba dispuesto. La veda estaba abierta y
cada día era una cacería. Al sonar la campana del recreo, el niño
corría con fruición hasta el reguero de bayas rotas y el zumbar de
los ingenuos insectos, que a decenas caerían presa de la macabra
inocencia del pequeño.
Las
técnicas de captura, tortura y ejecución de Milo eran muy variadas.
Las moscas más afortunadas sucumbían aplastadas de una palmada, de
manera instantánea y fulminante; a otras las atrapaba con su mano
ahuecada: aproximándose desde un lado, con un movimiento rápido y
certero que las cazaba en el despegue, cerraba la trampa de su puño
en torno a ellas sin causarles daño, luego las sacudía para
atontarlas y las lanzaba con fuerza contra una superficie dura. Pero
de esta manera no todas morían, y Milo sabía medir bien la fuerza
del lanzamiento según su afán de crueldad. Así pues, los bichitos
que seguían vivos tras el primer lance con el cazador,
experimentaban tormentos aún mayores. A veces les arrancaba una o
varias patas, otras veces una o las dos alas. Uno de los juegos más
emocionantes para Milo, consistía en ofrecer a un hormiguero una
mosca mutilada en sacrificio. ¡Qué espectáculo! ¡Qué circo
romano! No importaba que siempre ganaran las hormigas. Cada
sacrificio era una tragicomedia diferente. Sin embargo, la manera más
sofisticada y divertida de matar moscas era la guillotina. Para ello
sólo se necesitaba comprar una cajita de pastillas de regaliz en la
farmacia. Eran cajitas redondas cuya tapa se deslizaba hacia atrás y
hacia delante, abriendo o cerrando el agujero por donde salían las
sabrosas golosinas. Comerse todas las pastillas era parte fundamental
e indispensable de aquel disfrute maquiavélico. ¡Oh, morbosa
gloria! Una vez la herramienta estaba lista, solo quedaba cazar y
hacer crujir las pequeñas cabecitas con la tapa del improvisado
ataúd, primero lleno de regaliz y más tarde de cadáveres de mosca.
De
esta manera, solo o con amigos, Milo pasó muchos recreos siendo malo
con las moscas. Le producía un extraño placer que sabía malsano,
pero que, tal vez por eso, le disparaba la adrenalina. Cada fechoría
perpetrada desataba en su ser un escalofrío efervescente; abría un
resquicio de su mente por el que el alma se colaba para plantearle un
interrogante: la disyuntiva del Cielo y El Infierno; la dicotomía
del bien y el mal.
Ahora
bien, el día tuvo que llegar en que Milo finalmente dejaría de
maltratar a las moscas. Y llegó sin avisar, como llegan todos los
días, y fue un día cualquiera, pero no como cualquier día. Como
tantos recreos, el niño se hallaba bajo los árboles del patio
embebido en sus pequeños crímenes, finiquitando dípteros con su
guillotina cual revolucionario francés; distraído. De repente, un
saludo emboscado le sorprende: -¡hola!-. Milo se alza y se gira en
un destartalado movimiento, escondiendo el mortal artefacto con las
manos a la espalda. El corazón le ametralla la garganta y sus ojos
miran incrédulos lo que ven. ¡Una niña! La niña tiene grandes
ojos con forma de almendra, marrones, y encierran en sí la luz de
muchas vidas, pero esto Milo no lo sabe. Su nariz es respingona, su
pelo castaño y una sonrisa ocupa toda su cara. No es que la niña
tenga una boca grande, sino que sonríe con toda su cara: con los
ojos, las cejas, la nariz, la boca, las mejillas... e irradia una
entrañable travesura. -¡Hola!- replica un azorado Milo. En seguida,
la niña responde y da así comienzo una conversación entre ambos:
-Eso
ya lo he dicho yo -sonríe
ella-. ¿Qué hacías?
-¡Nada!
Sólo estaba jugando... ¿Qué haces tú aquí? Este es un colegio
para niños. Las niñas no pueden entrar.
-Pues
yo soy una niña y estoy dentro -continúa
sonriente-. ¿Qué tienes ahí detrás?
-Nada...
es una cajita de regalices. No es nada...
-¡¿Me
das uno?!
-No...
no me quedan. Está vacía -miente
él.
-¿Cómo
te llamas?
-Milo.
¿Y tú?
-Acinom.
-¡Qué
nombre tan raro! -se extraña
Milo. Acinom
no deja nunca de sonreír y eso le incomoda y le cautiva al mismo
tiempo.
-Pues ha sido
mi nombre desde siempre. Nunca he tenido otro. Pero si quieres me
puedes llamar Acinom -dice para
confundirle aún más.
-Bueno... ¿Y
qué haces aquí? ¿Cómo has entrado?
-Entré volando. Soy un hada y he venido para
conocerte. Tengo algo para ti.
-¡¿Qué?! ¡¿Un hada?! No me lo creo -ríe
Milo. Pero la curiosidad le puede-. ¿Qué es lo que tienes
para mí?
Acinom se aproxima
despacio hacia él, aproxima su cara a la del niño y le da un beso
en la mejilla. -Esto. Es un don -le
dice. Ante tal ocurrencia, Milo no puede evitar ponerse nervioso y
ruborizarse. Rápidamente mira a su alrededor para ver si alguien se
ha percatado de lo sucedido, pero el que se percata de algo es él:
en el patio no queda ni un alma. La campana ya debe haber sonado y
todos los demás niños ya han vuelto a clase. Esto pone a Milo aún
más nervioso, que nuevamente se vuelve para fijar su mirada en...
-¿Acinom? -susurra.
Ella no está allí. Se ha esfumado. Se ha ido sin dejar rastro. Sólo
una mosca zumbando en el aire le acompaña ahora, pero en un momento
ésta también vuela lejos hasta desaparecer. No hay lugar donde
Acinom pueda haberse escondido. Literalmente se ha desvanecido.
Abrumado por la situación, el chiquillo echa a correr despavorido
hacia las aulas, donde casi con total seguridad le aguarda una buena
regañina. Sin embargo, mientras corre, el desasosiego deja poco a
poco paso a la alegría en su corazón: “un hada”,
piensa. “Acinom”, repite
para sí.
Aquella mañana fue la
última vez en que Milo maltrató a una mosca. Muchas veces aquel día
y muchos días después de aquel, aún siendo niño, Milo contaría
su encuentro con Acinom a muchos de sus amigos, pero ninguno le
creería del todo. Y el tiempo pasó entre historia e historia, y
Milo pasó de niño a adolescente. Entonces, sólo se atrevió a
hablar de su hada a algunos amigos si acaso la ocasión le daba pie.
Pocos creerían su relato y los que lo hicieron, lo creyeron sólo a
medias. De este modo, entre contadas ocasiones, el adolescente se
convirtió en adulto... Entonces una vez, tomando copas con su mejor
amigo, Milo le confesó que siendo niño, en el colegio, había
conocido a un hada llamada Acinom. Su amigo le miró con cara
extrañada y sonrío; luego brindaron por “el hada Acinom” y
siguieron tomando copas. Y poco a poco, entre copa y copa, Milo se
hizo hombre. En aquel tiempo, sus propias dudas acerca de aquella
historia infantil suya se habían acrecentado mucho: tal vez se lo
había imaginado todo; seguramente le hubiera dado una insolación, o
algún golpe repentino en la cabeza le había jugado una mala pasada;
¿a qué don se refería el hada? Él nunca había tenido ningún
don. De esta manera, la historia de Acinom se fue difuminando en su
recuerdo, cada vez más y más borrosa, e incluso el nombre del hada
llegó a trastocarse en su memoria: “¿Omnaci?”
Así, la vida se abría
camino a través del tiempo sin grandes sobresaltos, dejando su surco
de existencia en él como el barco en la mar calma. Milo no era ni
ángel ni demonio, ni rico ni pobre, ni amante ni amado... Sin
embargo, cada año que cumplía era un año vivido con la mayor
intensidad posible y con la más noble voluntad. Por eso, Milo era un
hombre contento consigo mismo. Pero otro día cualquiera, su vida
habría de volver a cambiar: viajando en el metro hacia el centro,
una chica. Milo viaja de pie, distraído con el vuelo de una mosca
que va a posarse en la ventana del vagón. Delante de él, a menos de
medio metro, una mujer le da la espalda mientras habla por teléfono.
Reflejada en el cristal la cara de la joven puede verse con nitidez.
Al principio Milo no se fija, pero pronto clava la mirada en su
sonrisa. Ella sonríe
con toda la cara: con los ojos, las cejas, la nariz, la boca, las
mejillas... e irradia una entrañable travesura. La chica tiene
grandes ojos marrones con forma de almendra, su nariz es respingona,
su pelo castaño... De repente un nombre emboscado golpea violento a
Milo y se escupe por su boca en un interrogante -¡¿Acinom?!-
La
joven, que ha colgado justo en ese momento, se da la vuelta para
mirarle y con cara confusa responde -¡¿Qué?!-
De
esta manera comienza la primera de cientos de conversaciones entre
ellos:
-Te llamas
Acinom, ¡¿verdad?!
-No. Me llamo Mónica -dice
ella sin dejar de sonreír.
-¡Perdona! Creí que te conocía. Me recuerdas a
alguien que...
-¿Y tú, cómo te llamas? -le
interrumpe.
-Milo...
-¡Aha! ¿Y a quién dices que te recuerdo...?
Sin explicarse
muy bien cómo ni por qué, Milo se escucha a sí mismo contándole a
Mónica la historia del patio del colegio. En un instante sus
recuerdos se han vuelto tan claros que parece vivirlos mientras los
cuenta. Sus dudas se han disipado. Aquello sucedió, no importa cuán
rocambolesco pueda sonar... La sonrisa de Mónica no hace más que
añadir detalles a la historia. Ella le atiende con todos los
sentidos y al terminar él de contar su relato, le pregunta -¿y
sabes ya cuál es ese don que te concedió Acinom? Él
se encoje de hombros y niega con la cabeza mientras le devuelve la
sonrisa -tal vez tú puedas ayudarme a descubrirlo. De
súbito, Mónica estalla en una carcajada de la que él no puede
escapar. La gente alrededor les mira. Ellos ríen.
Pronto pasaron los años, y entre muchas risas y alguna
lágrima, Mónica y Milo seguían conociéndose cada día un poco
más. Se conocían por dentro, se conocían por fuera, se conocían a
sí mismos al conocerse el uno al otro... y cuanto más se conocían
más querían conocerse. Así pues, los surcos que trazaban con su
vida a través del tiempo se entrelazaron en una irreprimible
voluntad, y un tibio verano acaeció que el vientre de Mónica
concibió una criatura. Luego, tras nueve meses acurrucada en su
interior transformándose en niña, una primavera, la criatura
emergió al mundo vaciando el vientre de su madre e inundando su
corazón de éxtasis. Y a la niña la llamaron Ico.
Ico echó dientes, se irguió y comenzó a caminar y luego a hablar. Ico fue a la guardería y luego a la escuela y comenzó a mudar los dientes. Y viviendo, Ico llenaba de gozo las almas de sus padres... Una noche, cuando Mónica ya se había metido en la cama, Milo entró en la habitación de la niña para arroparla. Ésta, que aún no se había dormido, le pidió -papá, cuéntame un cuento. El padre estiró el brazo y agarró un librito muy fino de una repisa. Ico, al ver el cuento en sus manos, le dijo -ese no, papá. Otro. Entonces, Milo volvió a dejar el librito en la repisa y lo cambió por otro. -No papá, ese tampoco. Esos cuentos ya me los sé. Cuéntame un cuento nuevo -habló la pequeña. Durante unos segundos Milo trató de pensar en un cuento que ella no conociera, y en seguida se le ocurrió -¡Está bien! Te voy a contar el cuento de “El niño que era malo con las moscas”. Cuando el padre termina de contarle el cuento, la niña está ya casi dormida, pero antes de caer rendida todavía le queda un hálito para susurrar -papá... ¿Qué don te concedió Acinom? Sus ojos ya se han cerrado y su respiración es queda. Milo se aproxima despacio hacia ella, aproxima su cara a la de la pequeña y le da un beso en la mejilla. Luego, se levanta silencioso y apaga la luz antes de dirigirse a su alcoba. Allí se tiende junto a Mónica, que sonríe.
Para Mónica:
sueño e inspiración.