Algo
o alguien se arrastraba detrás de la puerta. Si alguien me hubiese
jurado mil veces por su vida lo que allí encontraría, mil veces le habría dejado morir. Tembloroso, giré el pomo y de un tirón abrí de par
en par. Un grito se ahogó en mi garganta. Durante unos segundos mi
cuerpo dejó de pertenecerme. El horror se había apropiado de él.
Un chimpancé se erguía frente a mí, los brazos rotos colgándole
inertes a cada costado, piel y músculo hechos jirones; del abdomen,
la sangre le manaba por un enorme agujero por el que también
asomaban las tripas. El animal me miraba a los ojos como pidiéndome
algo. -Piedad-, pensé. Con rápida torpeza busqué mi machete de
desbrozar. Jamás lo había sentido tan pesado como al levantarlo en
aquel momento, frente a mi inesperado visitante. Descargué un golpe
sin fuerza ni convicción y hendí el cráneo. Fallé. Sus ojos me
preguntaron por qué. Otro tajo en horizontal seccionó la cabeza.