05 abril 2009

El Efecto Mariposa

He perdido la cuenta de las veces que escribí el principio de esta historia. Intento no dejar nada al azar, pero no puedo. Nadie puede. Cada letra que cambio mueve un delicado hilo que desviará, impredecible e irremediablemente, la trayectoria de los hechos. No de ésos que quiero narrar, que ni siquiera son hechos físicos, sino de los hechos que acontezcan a aquellos que lean estas líneas y a mí mismo tras haberlas escrito. Lo único que puedo hacer es tratar de ser preciso.

La historia en sí misma no va más allá de este papel y sin embargo ocurrió. Su tiempo, una línea finita que transcurre entre "He" y el punto que denota el precipicio al final de dicha línea. Su época... digamos que ya se había descubierto la insulina sintética. El lugar, un barrio obrero llamado Los Gladiolos que nunca existió... al menos todavía.

En este barrio, en mitad de lo que una vez fue una carretera, había una piscina. Una pequeña piscina cuya agua sólo cubría hasta la cintura de un adulto, entre bloques de edificios, entre las aceras de la calle. Aquel día era un día soleado, la temperatura era agradable y yo nadaba (todo esto coincidía en el tiempo y nada era consecuencia de nada). Llevaba unas bermudas y en la boca dos cañitas de esas que se usan para beber (No sé por qué, pero eran distintas. Una de ellas era blanca con lineas rojas a lo largo, la otra era negra y estaba hecha de un plástico más duro, menos flexible) y con la cabeza sumergida en el agua, usaba las cañitas para respirar mientras buscaba tesoros en el fondo (no soy el primero ni seré el último buscador de "tesoros de fondos de piscina"). En la calle sólo había dos muchachos, que como yo, disfrutaban de un baño. Nadie en las ventanas, nadie en los alrededores y muy pocos coches aparcados que, por su aspecto, bien podían estar abandonados. Pero aquellos chicos, que no superaban la veintena, me miraban de un modo indefinidamente extraño. No sabría decir si era envidia lo que en sus ojos percibí o simple curiosidad. El hecho es que su mirada me disuadió de proseguir con mi labor de explorador de fondos. Así pues, salí de la piscina para deshacerme de las cañitas. Con el agua chorreándome por el cuerpo y los pies descalzos, me acerqué hasta la entrada del bloque de edificios más próximo, que se encontraba a los dos metros de ancho escasos que tenía la acera que la separaba de la piscina. Había en la entrada un arco y en el suelo un escalón que descendía y que daba cobijo a pequeños hierbajos medio muertos, hojas muertas por completo, papeles, plásticos y otras porquerías. Entonces pensé: "Este es un buen lugar donde tirarlas, nadie notará la diferencia", y mientras este pensamiento atravesaba mi cabeza, un metro más adelante, una papelera atravesaba mi visión. Un segundo pensamiento se encadenó con el primero: "Bueno, las tiraré en la papelera". Al bajar el escalón para depositar las cañitas en la papelera, un pinchazo atravesó mi pie hasta mi última neurona. En el pie pude sentir lo agudo, lo punzante, el exacto dolor físico que se estrechaba, por difícil que parezca, cada vez más hasta alcanzar un punto único inequívoco en mi cerebro. Un pensamiento certero que dolía más que mil pinchazos en el pie. Me miré la planta del pie y quise negar el punto rojo del que brotaba la sangre, del que brotaba y donde se intensificaba el dolor. Desesperado revolví con la mano entre la basura acumulada a la sombra de aquel escalón miserable. Revolví buscando y deseando no encontrar lo que encontré: con su ojo clavado en mi desdicha, una torcida aguja en una jeringuilla.

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