La
Sala de Vapor estaba guardada por autómatas armados cuya capacidad
discernidora se había simplificado acuradamente. Los criterios que
se habían establecido para determinar sus pautas de comportamiento
eran, a grandes rasgos, fáciles de resumir: quien no era amigo, era
enemigo y debía ser aniquilado a cualquier coste. Los autómatas
eran mucho más fiables que la mayoría de humanos en la mayoría de
cometidos cuando se quería evitar todo tipo de cuestionamiento. Pero
si en algún campo destacaban, ese era sin duda el de la Violencia
Controlada, comúnmente denominado V.C., o como muchos de sus
detractores preferían llamarlo, Control de la Violencia. Por
aquellos tiempos el número de autómatas en el mundo rondaba ya los
dos tercios de la población humana. Eran pocas las cosas en las que
no podían sustituir el cerebro orgánico de las personas. Así, La
Sala de Vapor y sus alrededores eran frecuentados por muy pocos
humanos y por muchos autómatas, la mitad de ellos de defensa. Ni
siquiera los propietarios del complejo, los sustentadores del poder,
iban a menudo por allí. Ellos no eran ingenieros ni mecánicos que
debieran pasar muchas horas trabajando en aquellas instalaciones, tan
sólo mercaderes y dueños de todo, incluso de lo que no les
pertenecía.
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