¡¿Los
Jíbaros, niña?! –Replicó la sombrerera–. ¡No me hables de los
Jíbaros! Se necesita una buena cabeza
para llenar un sombrero. O eso o un conejo de suave pelaje, como
hacen los prestidigitadores. Pero siempre he sido de la opinión de
que es mejor una cabeza, porque aprovecha mucho mejor el espacio
creado y no esparce sus heces por el interior. –Entonces bajó la
voz y susurró: Te recomiendo que no comentes esto con el Señor
Conejo Blanco. Él siempre ha querido usar sombrero, pero le falta
cabeza. Lo perdería en seguida. –Luego, volvió a alzar su natural
tono de voz y continuó hablando–. De cualquier modo es
recomendable que la cabeza en cuestión no sea de ajo, porque si bien
el ajo posee gran variedad de propiedades beneficiosas para el
organismo, también es cierto que despide un aberrante olor que
impregna todo aquello que toca. Ahora bien, dicho esto, diré algo
más. ¡No!,
no vale cualquier cabeza. Pongamos por caso una cabeza hueca: aún
pudiendo ocupar el mismo espacio que una cabeza maciza, reduciría
nuestro sombrero a un mero artefacto de proyección de sombra y/o
profiláctico invernal, con la consecuente minusvalía que esto
implica... Me refiero al sombrero, claro está. No me malinterpretes,
no deseo con esto menospreciar a las cabezas huecas, pero sí poner
de manifiesto la diferencia existente entre dimensión y perspectiva.
Me llaman loca por tener mis opiniones, pero ¿has
pensado tú en las tuyas? ¡Los
Jíbaros, niña! Me entristece pensar en cabezas pequeñitas sin
sombreros pequeñitos... –De repente se dio cuenta de que allí ya
no había nadie– . ¡Niña!
–Gritó– ¿Niña? Niña... –Repitió con tono monótono y
distraído–.
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