23 noviembre 2013

Reductores de Cabezas (narrado)


¡¿Los Jíbaros, niña?! –Replicó la sombrerera–. ¡No me hables de los Jíbaros! Se necesita una buena cabeza para llenar un sombrero. O eso o un conejo de suave pelaje, como hacen los prestidigitadores. Pero siempre he sido de la opinión de que es mejor una cabeza, porque aprovecha mucho mejor el espacio creado y no esparce sus heces por el interior. –Entonces bajó la voz y susurró: Te recomiendo que no comentes esto con el Señor Conejo Blanco. Él siempre ha querido usar sombrero, pero le falta cabeza. Lo perdería en seguida. –Luego, volvió a alzar su natural tono de voz y continuó hablando–. De cualquier modo es recomendable que la cabeza en cuestión no sea de ajo, porque si bien el ajo posee gran variedad de propiedades beneficiosas para el organismo, también es cierto que despide un aberrante olor que impregna todo aquello que toca. Ahora bien, dicho esto, diré algo más. ¡No!, no vale cualquier cabeza. Pongamos por caso una cabeza hueca: aún pudiendo ocupar el mismo espacio que una cabeza maciza, reduciría nuestro sombrero a un mero artefacto de proyección de sombra y/o profiláctico invernal, con la consecuente minusvalía que esto implica... Me refiero al sombrero, claro está. No me malinterpretes, no deseo con esto menospreciar a las cabezas huecas, pero sí poner de manifiesto la diferencia existente entre dimensión y perspectiva. Me llaman loca por tener mis opiniones, pero ¿has pensado tú en las tuyas? ¡Los Jíbaros, niña! Me entristece pensar en cabezas pequeñitas sin sombreros pequeñitos... –De repente se dio cuenta de que allí ya no había nadie– . ¡Niña! –Gritó– ¿Niña? Niña... –Repitió con tono monótono y distraído–.

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