07 diciembre 2013

Líbranos del mal


Algunos se apartan de mí cuando voy por la calle. Y hacen bien. Me miran con intuitiva desconfianza al ver en mi aspecto y mi sonrisa reticencias que no desean explorar. No saben por qué, no lo razonan, pero su instinto de borrego doméstico les advierte que no soy portadora de ninguna virtud que pudiera agradarles. Y sin embargo sí soy una virtuosa. Ya lo creo que lo soy. Una vez alguien me designó como “oveja negra”. El pobre infeliz descubrió muy a su pesar que ni blanca ni negra, ni churra ni merina. No soy oveja sino lobo. En su afán por hacerme entrar en razón, me recordó que él me había engendrado. Por eso le hice tragar sus reproductoras razones, para que no volviese a engendrar nunca más a nadie como yo. Pero hay algunos borregos que desoyen su balido interior. Esos son los que luego, con sus gritos quejicosos, se transforman y ponen de manifiesto la increíble cercanía genética que existe entre hombres y cerdos. Para mí todos son lo mismo: corderos, cerdos, vacas... Sólo me gusta escuchar a los que rezan el “padrenuestro”. 

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