Algunos
se apartan de mí cuando voy por la calle. Y hacen bien. Me miran con
intuitiva desconfianza al ver en mi aspecto y mi sonrisa reticencias
que no desean explorar. No saben por qué, no lo razonan, pero su
instinto de borrego doméstico les advierte que no soy portadora de
ninguna virtud que pudiera agradarles. Y sin embargo sí soy una
virtuosa. Ya lo creo que lo soy. Una vez alguien me designó como
“oveja negra”. El pobre infeliz descubrió muy a su pesar que ni
blanca ni negra, ni churra ni merina. No soy oveja sino lobo. En su
afán por hacerme entrar en razón, me recordó que él me había
engendrado. Por eso le hice tragar sus reproductoras razones, para
que no volviese a engendrar nunca más a nadie como yo. Pero hay
algunos borregos que desoyen su balido interior. Esos son los que
luego, con sus gritos quejicosos, se transforman y ponen de
manifiesto la increíble cercanía genética que existe entre hombres
y cerdos. Para mí todos son lo mismo: corderos, cerdos, vacas...
Sólo me gusta escuchar a los que rezan el “padrenuestro”.
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